Trabajé en Petronor allá por 1998, en la planta de Somorrostro, rebautizado Muskiz por el nacional-socialismo. Fue una época de siembra, como son todas las iniciáticas. Doce horas al día alzado a un arnés, armado con un martilo neumático picando residuos en aquel húmedo y oscuro horno de crudo de quince metros de altura. Vamos, el típico trabajo que solemos tener los niños pijos que vamos de liberales por la vida, los de papá y mamá. En fin. Fue una etapa de siembra, digo, y por ello hermosa, de la que, incluido el golpetazo que del andamio al suelo me regresó a casa, guardo gratos recuerdos y también algunas enseñanzas: el austero sentido del compañerismo -tanto más fuerte cuanto más duro y peligroso es el trabajo- y la convicción de que cualquier cosa que sea necesario hacer, se debe y se puede hacer. De hecho, por encontrar, llegué a descubrir sobre mi pobre esqueleto músculos que hasta entonces desconocía. Los almuerzos eran de doble primer plato de puchero, segundo plato, postre y barra de pan. La cocinera se llamaba Carmen, de Badajóz.
Dos años antes de esto, anduve por Bilbao por primera vez, acaso de un concierto que dábamos en una sala. Entonces era músico con Goodbye Planet, o sea, que iba de guay por la vida. Tras el almuerzo nos dejamos llevar por nuestro mánager (vizcaíno instalado en Madrid) a una ikastola a firmar discos. El canalla del bajista (no concibo mi niñez y mi juventud sin él) tenía un exámen y nos abandonó en plena turné, de modo que allí estábamos ambos dos como en un chiste, un inglés y andaluz, borrachuzos en el templo del saber euskaldún, y ya fuera por mi ignorancia o por el exceso de orujo, doy mi palabra de que no me sonaba ni un puñetero título de aquel remedo de biblioteca, apenas en un poster la cara de un tipo colgado de una soga que se parecía mucho a Juan Carlos I. Me deslicé fuera a fumarme un porro (los músicos guays los fuman) y así hasta la noche, a la boite, a dar la nota. Confieso que más fácil que el nombre de la sala es recordar el de la casa de putas de enfrente: Brindis. Tu cantante está allí, me dijeron. Y allí estaba, con la mano derecha tanteando el culo de la cachonda y con la izquierda largando monedas por la tragaperras. Le habían tocado veintemil pesetas. Así era Benjamin. Minutos después improvisábamos unos tangos a guitarra, caja, charlston y ride de 20 pulgadas. Les encantó una versión en inglés de Au suivant, de Jacques Brel. El público de Bilbao es agradecido, ya sea para la música, el fútbol o los toros. La puta seguiría supongo en sus quehaceres.
Josu Jon Imaz no pintó jamás nada en mi vida. Lo traigo aquí porque su fichaje por Petronor me ha hecho recordar lo ya dicho, lo que me guardo y lo que casi doy por olvidado. Sin embargo, y para que el pájaro no se vaya de vacío, baste decir que a diferencia de Zaplana, a quién por fichar por Telefonica (sin tílde) se le puso como hoja de perejil, a éste chico no hay guapo que le ponga una tilde encima al pasar de la presidencia del PNV a la presidencia de Petronor sin bajarse del coche oficial. Nótese el distinto tratamiento de ambos fichajes por el diario zapaterista Público.
Conocí a mis primeros euskaldunes en los pasillos que llevaban a los vestuarios de la Petronor, con sus panfletos del LAB. Ahora están el la presidencia, desde donde gallardean desvirgando la zamarra vizcaína, la única cosa limpia que le quedaba al gran Athletic. Los tiempos han cambiado, dice. Y tanto. No se imaginará éste lo que me alegra no verme a sus órdenes. Valga mencionarlo siquiera por haberme traido a la memoria un tiempo y una tierra en los que fui feliz.
Conocí a mis primeros euskaldunes en los pasillos que llevaban a los vestuarios de la Petronor, con sus panfletos del LAB. Ahora están el la presidencia, desde donde gallardean desvirgando la zamarra vizcaína, la única cosa limpia que le quedaba al gran Athletic. Los tiempos han cambiado, dice. Y tanto. No se imaginará éste lo que me alegra no verme a sus órdenes. Valga mencionarlo siquiera por haberme traido a la memoria un tiempo y una tierra en los que fui feliz.

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