Un ignorante vino anoche a azuzarme con la misma sentencia sesentayochista y panfletaria según la cual se otorga al Nazareno la calidad de ser el primer comunista de la Historia. El tema es cansino, pero en la caridad también hay lugar para la pedagogía.
Baste recordar aquí que con la Guerra Fría, toda vez que el afianzamiento de los dos bloques no permitía a los prosoviéticos forjar la revolución desde el vértice de las instituciones capitalistas y opresoras, la infiltración de quintacolumnistas (aclaro, aquellos que trabajan contra el sistema dentro del sistema) estaba a la orden del día. La Iglesia Católica no fue una excepción: numerosos ejemplos como los curas de la Teoría de la Liberación, so capa de los movimientos revolucionarios que anegaron de sangre América Latina; las iglesias filoterroristas como la Vascongada en España, como también en el resto de la Europa católica, acaso sin medios violentos pero con una amplia implantación e influencia como la enorme red parroquial de la nueva iglesia, donde movimientos como la JOC (Juventudes Obreras Cristianas) creaban desde la base un caldo de cultivo propicio para construir una nueva idea de Jesús y de su pastorado. Se trabajaba así con el doble objetivo de, por un lado, debilitar el mandato papal creando corrientes contestarias internas (y, por tanto, virtualmente legitimadas) y, por otro, atraerse, cuando no el apoyo al menos la simpatía de un porcentaje amplio de población creyente que sin embargo jamás comulgaría con las tesis socialistas sino a través del vuelo de las sotanas. En este sentido, el Concilio Vaticano II no fue más que un gesto a la galería, plagado de guiños con los que aparentar estar a la cabeza de esta corriente de cambio a la espera de tiempos mejores: la Caída del Muro liderada por Wojtyla.
Pero yendo al fondo del asunto y en lo que atañe, por poner un ejemplo, al derecho de propiedad y en referencia a la obediencia debida a los Diez Mandamientos que imponía vía tradición el propio Nazareno, el Octavo formula un mandato de diáfana claridad: "no robarás". Es claro que solo es posible tal acto sobre una cosa propiedad de otro, pues no es posible robarse a uno mismo. Esto lo entendió perfectamente desde el ladrón que clavaron junto a Jésús (señora Regás, no insista con que éste era Barrabás, se lo ruego) hasta el Dioni pasando por Luis Roldán, a excepción de mi querida ex-profesora de Derecho Constitucional (qué hice yo para merecer aquello) y hoy Ministra de Cultura (qué ha hecho España para merecer esto) doña Carmencita Calvo Poyato, quien afirma que el dinero público no es de nadie. ¡No está mal la cosa!
Sea como fuere, este argumento queda totalmente refutado por el propio Décimo Mandamiento, que dispone no codiciar los bienes ajenos y, en el caso que nos ocupa, mientras es el Partido (representación del Estado) quien detenta dicha propiedad colectiva, es el Pueblo el sujeto legitimado en dicha propiedad, aunque no la detente. Hay que reconocer que el invento no está mal pergeñado. Es más, y para disipar cualquier duda, jamás el Nazareno habló de Estado ni cosa que se pareciese, sino de una Tierra donde los hombres habrían de conducirse según sus enseñanzas y un Cielo donde alcanzarían la gracia de Dios: "Mi Reino no es de este mundo". Y todo ello sin olvidar que tampoco Jesús fue ningún asceta. Muy al contrario, no fueron pocas las ocasiones en que visitó y se hizo acompañar de amigos no poco enriquecidos en lo material; tal fuera el caso de Lázaro, a quien regresó de entre los muertos (por cierto, se volvió a la tumba sin apenas decir esta boca es mía), y a quien emplazó como a todos los ricos a entregar sus riquezas a los pobres, bien es cierto que a través de la caridad, algo muy diferente a -dicho sea de paso- un Estado que requisa los bienes de los individuos con extrema opacidad y en no pocos casos haciendo uso privativo de los mismos sin más fundamento jurídico que esa cosa tan indigesta, tan reaccionaria y lamentablemente aún tan de nuestros días como la leyenda "en nombre del Pueblo".
