Me siento enfermo. Cada mañana, al dejarme caer de la cama, he de esforzarme en arrastrar un pie tras del otro para echarme a andar. La luz entra filtrada por la cocina y por el baño y me deslizo a refugiarme en la sala donde todo es sombra apenas aliviada por la penumbra que arroja la pantalla con su anaranjado escaparate de canciones que me hacen reir y me hacen llorar, unas con voces de otro tiempo y otras, canciones de hoy, cuyo tiempo confieso jamás será ya mio. Ya no. El primer cigarrillo me produce un vómito. No logro echar nada. La tristeza cuidaba de mi, devolviéndome a la cama, cerrándome los ojos con un beso, trayendo a mi recuerdo las palabras del nazareno, de quijada o quesada, del joven Raskolnikov, de Luzbel y del viejo Long John Silver. Hoy quisiera dormir mucho tiempo, descansar y levantarme y salir contigo a comer carne y beber vino. Quisiera quedarme el resto de mis días contigo. Y ni siquiera sé cómo es tu tacto. No me he afeitado en días y podría no hacerlo nunca más. Las cosas prácticas de la vida son insufribles. Todo se reduce a un cúmulo de transacciones. Pongo carne a quemar, algo de sal, y abro una botella de vino. No tengo valor para ofrecerte compartirla conmigo. Solo me queda un poco de ira con la que despreciar a los idiotas, y demasiada autocompasión como alimento básico para no ceder totalmente al abandono, porque ¿a qué hostias debo el honor de ser receptor de esta crueldad inanimada, esta existencia vana?