En la crisis y en la opulencia, en los días de vino y rosas o en las noches de cristales rotos, el problema que subyace siempre es el mismo: la masa humana prefiere ser gobernada a gobernarse, prefiere cerrar los ojos o en días como hoy saberse atracada, a rebelarse, y no como se quiere hacer parecer frente a "una minoría" (hoy la casta política, ayer las multinacionales), sino evitar mirarse al espejo por un momento, por un puñetero segundo y decirse a sí misma: hoy voy a empezar a tomar mis decisiones partiendo de la idea de que nadie me va ayudar. Naturalmente, es probable que el resultado material sea el mismo, pero nadie me podrá negar que nos evitaríamos soportar una famélica legión de frustrados.
Y es que hoy he hablado con gente, amigos unos, otros compañeros, inquietos ante la incertidumbre. Reconozco ser un poco esquivo cuando alguien me desnuda fríamente sus desasosiegos. Por ello escucho con atención, pacientemente y con educación. Pero como uno es dueño de sus silencios y de sus palabras, aquí digo que mientras escuchaba para mis adentros me decía: ¿Y qué esperabas? ¿Quién te obligó a tragarte esa mentira de que otro administraría tus dineros, tus sueños y anhelos, tus esperanzas, mejor que tú por ti mismo?
Y hago esta reflexión no con la esperanza en que un día puedan despertar (según Camus, la estupidez insiste siempre), sino desde varias posturas: una, la convicción de que el Estado es embeleco y engaño; otra la de haber sido coetáneo a cinco presidentes de gobierno; y una última, -la postura más incómoda- la clarividencia que proporciona la estrechez de mi sofá de IKEA a la una de la madrugada. El día lo merece.
Los españoles siempre tan ingenuos, tan seguidistas, tan descreídos de lo propio, tan de sus complejos. Aquello que no quisieron aprender por las buenas en el calor de la familia o en la escuela, hoy se lo enseñan a golpes en la calle.




